Poco nos pensábamos, años atrás, que uno de los componentes más famosos del cannabis hoy en día sería, precisamente, uno que carece de psicoactividad: el cannabidiol (CBD). Este compuesto tiene un éxito abrumador entre usuarios de todo tipo, incluso entre aquellos que nunca se han fumado un canuto. Podemos encontrar con cierta facilidad en herboristerías, supermercados y, por supuesto, en tiendas especializadas, todo tipo de infusiones, galletas, chocolatinas o caramelos con una alta concentración de CBD. Incluso es posible, en determinadas tiendas, encontrar cristales de CBD puro.
Entre las razones por las cuales este compuesto no psicoactivo está tan en boga encontramos, por un lado, sus propiedades terapéuticas, habiendo mostrado beneficios para un amplio rango de enfermedades psicológicas y neurológicas; y, por otro lado, su elevado margen de seguridad. Es muy infrecuente que un principio activo ejerza una acción terapéutica tan notable a un coste tan bajo. Algunos estudios muestran cómo una dosis terapéutica de CBD (300 mg) puede administrarse diariamente durante 6 meses sin percibir efectos secundarios relevantes. Del mismo modo, “megadosis” de CBD (más de un gramo) se pueden administrar diariamente durante 4 semanas con los mismos resultados.
A lo largo de los últimos años se han intentado desvelar los mecanismos por los cuales el CBD ejerce su acción terapéutica. Una de las primeras hipótesis que podía explicar el efecto terapéutico del cannabis en general, no solo el del CBD, se refería al efecto “séquito” o efecto entourage. Este es un concepto que ha trascendido los entornos académicos desde que hizo su primera aparición en 1999, aterrizando en las comunidades de usuarios y usuarias en los últimos años. En dos palabras, el efecto séquito se refiere a las relaciones de sinergia que tienen lugar entre todos los cannabinoides, terpenos y otros componentes de la planta del cannabis. Esta sinergia produce, en muchas ocasiones, mayores efectos terapéuticos respecto a algunos cannabinoides por separado.
En el caso del CBD, no obstante, no podemos hablar de efecto séquito, simplemente porque cuando se administra de forma aislada no cuenta con dichos secuaces, está solo ante el peligro. Entonces, otra posible hipótesis, algo más reciente, que explicaría tanto su potencial terapéutico como su seguridad, se refiere a su promiscuidad. Es decir, a la capacidad de modular múltiples sitios de acción o dianas farmacológicas. Y algunos se preguntarán, ¿cómo es posible que el perfil promiscuo de un fármaco pueda jugar a su favor? En farmacología, durante décadas, también se ha denominado estos compuestos como sucios. Para una nueva molécula, el simple hecho de no mostrar una acción selectiva sobre una diana concreta era suficiente motivo para abandonarla y focalizarse en moléculas más limpias y selectivas. No obstante, desde hace algunos años, esta situación está empezando a cambiar.
El paradigma de la polifarmacología es el responsable de que empecemos a valorar de nuevo a los fármacos promiscuos. Esto se debe a la observación sistemática de que fármacos especialmente selectivos solo se han mostrado eficaces en enfermedades en las que solo está implicado un gen o una proteína específica, las cuales, por cierto, son muy minoritarias. En la mayoría de enfermedades se encuentran implicados decenas o centenares de genes, formando auténticas redes complejas de gran cantidad de proteínas y neurotransmisores implicados. Pensar que una acción selectiva sobre una diana concreta afectaría a todo un sistema era demasiado optimista, por muy importante que sea la diana en cuestión. Si los sistemas biológicos, patológicos o no, pueden caracterizarse por algo, es por ser tremendamente resistentes a los entornos hostiles, contando con mecanismos compensatorios que los protegen de algún daño aislado. Sin embargo, los fármacos sucios se caracterizan por afectar a un gran número de dianas farmacológicas, por lo que se muestran más capaces de afectar a dichos sistemas.
Anteriormente, el razonamiento que imperaba en el campo de la farmacología terapéutica era que los fármacos sucios no eran apropiados debido a que su acción sobre otras dianas farmacológicas podía producir efectos adversos no deseados. No obstante, también se ha observado que los mismos no solo muestran mayor eficacia que los fármacos limpios, sino que, además, también son más seguros. De hecho, un hallazgo retrospectivo sorprendente es que la mayoría de medicamentos usados en la actualidad podrían considerarse sucios. Según algunos autores, debido a la presión a la que estaba (y está) sometida la industria de elaboración de fármacos, años atrás solo se comprobaba el perfil de afinidad de las nuevas moléculas a un grupo reducido de proteínas, en lugar de a grandes paneles más variados. Esto impidió ver que la mayoría de dichas moléculas eran sucias, y se comercializaron erróneamente como fármacos bastante selectivos. También se ha observado que la promiscuidad de los fármacos va en aumento desde las moléculas en sus primeras fases de desarrollo y los medicamentos comercializados, de manera que incluso se puede establecer una correlación entre el perfil sucio de un fármaco y su posterior eficacia clínica.
En el caso del CBD, éste interactúa con múltiples sistemas de receptores, enzimas, canales iónicos y otros, de manera que podría considerarse un modelo ejemplar de promiscuidad. De hecho, el número total de dianas farmacológicas del CBD oscila entre 50 y 60 (la mayoría de medicamentos comercializados tienen una media de 6 dianas). Su actividad no está restringida, ni mucho menos, al sistema endocannabinoide, pues más bien muestra poca afinidad por sus principales receptores (CB1 y CB2). A través de su compleja actividad, se muestra capaz de revertir algunos síntomas o, por lo menos, atenuar la gravedad de la epilepsia, los trastornos del movimiento, el dolor, enfermedades neurodegenerativas o estados psicóticos. Todas estas condiciones han sido descritas como complejas, existiendo múltiples mecanismos moleculares que terminan por establecer el diagnóstico clínico final.
Cada vez son más los médicos e investigadores que sugieren empezar a utilizar soluciones farmacológicas promiscuas para el tratamiento de estas enfermedades. No obstante, la investigación referente a estos compuestos es altamente costosa y requiere una gran inversión de recursos. Y es que desde la farmacología se pretenden establecer relaciones causales entre dianas farmacológicas y determinados efectos terapéuticos. Hacer esto en el caso del CBD representa un trabajo colosal, pero quizá, además, innecesario, y es que la literatura está repleta de efectos paradójicos, contradictorios o inconsistentes respecto a los efectos sobre dianas farmacológicas. Los inhibidores de la recaptación de serotonina producen efectos antidepresivos, pero también lo hacen algunos que potencian dicha recaptación; agonistas del receptor sigma-1 producen respuesta analgésica, pero también lo hacen algunos antagonistas del mismo receptor, etc.
Quizá, más allá del paradigma de la polifarmacología, la próxima innovación irá encaminada más bien a abandonar los intentos de tratar a los sistemas biológicos complejos como máquinas que responden siempre de la misma manera a determinados estímulos. Quizá el CBD y otros productos tendrán que enseñar a la farmacología que el cuerpo humano es extremadamente complejo, y que las relaciones cerradas y unidireccionales de causalidad y el reduccionismo sistemático son malos compañeros de viaje si nuestro destino es la verdad.
Genís Oña (MSc en Farmacologia)
Photo by Mario Alberto Magallanes Trejo.
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